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Asombrosos bosques de queñuales en la Cordillera del Vilcanota

Sólo al recorrer los picos del Cusco nos permite conocer el corazón de las comunidades campesinas, gélidos nevados, aves endémicas y hermosos bosques de queñuales, que tienen la vital importancia de actuar como banco genético.

Publicado: 2013-09-18

Texto y fotos: Álvaro Rocha Revilla / Ecoan 

Sólo el dos por ciento de los bosques del Perú está cubierto por queñuales. Constantino Aucca, o simplemente Tino, presidente de la Asociación de Ecosistemas Andinos (Ecoan), me dice en su oficina del Cusco que “esta enfermedad de amor a la queuña nace en 1989 y no creo que acabe nunca”. La queuña, llamada también queñua, es un árbol prehispánico conocido científicamente como Polylepis. Con una corteza rojiza que se descascara como papel disforzado, la queñua crece entre los 1800 y 5200 metros de altura, pero su altura “favorita” bordea los 4 mil metros. “Lejos de las carreteras y los cómodos albergues, por eso a muchos amigos científicos no les encanta la idea de visitar estos bosques”, bromea Tino.

Lo cierto es que el Perú posee 18 de las 21 especies de Polylepis que hay en el mundo. El reputado investigador noruego, Jon Fjedlsa, es uno de los que más ha estudiado las partes altas de los Andes, pues los considera como “productores genéticos”, es decir, que tienen un alto endemismo y, a la vez, permiten la creación de nuevas especies, a diferencia de la Amazonía que “es una acumulación de viejas especies”. No es casualidad, dice Jon Fjedlsa, que las principales culturas prehispánicas (Chavín, Inca, Wari, Tiahuanaco) hayan nacido en los Altos Andes. 

Y hacia allí íbamos, a los Altos Andes. Para ver qué tan saludables estaban los bosques de Poliyleps. Para ver si las comunidades campesinas tienen una esperanza en el desarrollo del turismo de aventura en esa zona. Nos despedimos de Tino Aucca, quien nos advierte que los operadores turísticos le sacan la vuelta a los campesinos: “Las compañías grandes quieren grandes ganancias y no le dejan nada a las comunidades”. Una camioneta nos llevó a Huarán, una cooperativa del Valle Sagrado venida a menos, en una de cuyas paredes aún permanece el rostro de Velasco Alvarado.

Árboles retorcidos 

En Huarán iniciamos una subida de cinco horas hasta la comunidad de Cancha Cancha. Me acompañaron un equipo de especialistas de Ecoan. Pasamos a la vera de un bosque mixto, compuesto de viejos chachacomos y nuevos eucaliptos. También observamos árboles de sauco y muchas retamas. Pero lo que más nos llamó la atención fue la proliferación de un arbusto espinoso, llamado llaulillay, que daba una bella flor rosada y en 20 días desaparece. Hay una canción que dice: “El amor es una planta, llaulillay, que crece y se marchita, llaulillay”. Tanta sabiduría en una frase.

El campamento se dispuso en el patio de la escuela de Cancha Cancha, a 3900 metros de altura. Cancha significa corral, de manera que ya se pueden imaginar cómo es Cancha Cancha: corrales de piedra por todo lado. Genaro Huamán, nuestro cocinero de 24 años, proveniente de la conocida comunidad de Willoc, se había cortado el dedo. Su primo Benedicto Laucada lo ayudaba con los tallarines, mientras Anahí, experta en reforestación, lo atendía. Fue una noche fría, bah,... helada.

Al día siguiente, a las ocho de la mañana, nos dirigimos al primer bosque de queñuales que conoceríamos en esta ruta. Era una pequeña mancha de retorcidos árboles que trepaban por las laderas del macizo nevado de Chicón. Más de la mitad de las aves que habitan esta floresta es endémica a este hábitat. Y casi todas se encuentran en la lista roja, en peligro de desaparecer para siempre. Entre ellas, el Cinclodes Real, que sólo vive en estos bosques, y cuyo número es estimado en apenas 240 individuos. De manera que estos retorcidos árboles comenzaron a tomar mayor importancia. 

Alturas de Pachacútec

Poco después de abandonar el bosque de Cancha Cancha nos tropezamos con grupos familiares que cosechaban papas de todos los colores. Formaban rumas triangulares que cubrían con ichu para evitar los daños que produce la helada. Usaban una especie de azadón, llamado “allachu”. El sol se escondió definitivamente mientras ascendíamos por una pendiente asesina (de muslos y rodillas). Pero aun así pudimos apreciar los increíbles tonos verdes de tres espejos de agua sobrevolados por grandes huayatas. Y también a una tropilla de llamas comandadas por un arrogante líder que chillaba cuando alguna se retrasaba.

Con un fuerte viento en contra traspusimos el abra Pachacútec, a 4800 metros de altura y ubicado entre los nevados de Sirihuani y Colque Cruz. Aparecieron dos lagunas más. En la orilla de una de ellas había acampado un grupo de gringos (el tercero que veíamos). Los gringos son generalmente guiados por los llamados “operadores perros”, que evitan dejar un sol en las comunidades. Ellos parten de Pampa Corral, en el valle de Lares, y sortean las comunidades de Quishuarani y Cancha Cancha, antes de llegar al Valle Sagrado, a Huarán. 

Nosotros, en cambio, nos dirigíamos directamente a Quishuarani. Claro, es un decir, pues nos costó diez horas de caminata cubrir la distancia entre Cancha Cancha y Quishuarani. Pero en el camino nos topamos con dos hermosas lagunas más, con un grupo de vizcachas (luciendo su particular color apagado en el pecho) jugueteando en la pampa, y con la magnífica cascada de Canchispaccha, que nos anunció la cercanía de Quishuarani.

Caliente recompensa 

Fue una noche más cálida que la anterior. Acampamos también al costado de la escuela, con la diferencia de que al amanecer un grupo de señoras de coloridos sombreros, y cargando “guaguas” en las espaldas, se adueñó de la única vereda y extendió allí sus mantas, chalinas y bolsitas.

Bocanadas de neblina trepaban desde el valle de Lares mientras subíamos a Hatun Queuña, el segundo bosque de Polylepis que encontramos en la ruta. Vimos más vizcachas, muchas llamas, y una laguna intensa. Y una interesante obra de reforestación de queñuales, en la que ha participado toda la comunidad. Los pequeños árboles están protegidos del ganado por un cerco. Una campesina salió del bosque con un manojo de hierbas. Y es que, según los estudios que realizó Marianna Mindreau en Willoc, el bosque de Polylepis aportaba cincuenta especies de plantas útiles para la comunidad, la mayoría de las cuales tienen uso medicinal.

Cuando dejamos atrás Hatun Queuña, empezó a granizar. Luego paró. Y nos deslizamos por la simpática campiña de Quishuarani con buena luz, hasta que el cielo pareció partirse y una fuerte lluvia se desplomó sobre nosotros. Fue entonces que un ciclista de poncho rojo pasó raudo rumbo a Lares; iba como a 80 kilómetros por hora en esa bajada, lo puedo jurar. Cuando ya estábamos ateridos de frío, hambrientos, y sin esperanza, vimos a Genaro al costado del camino con unos aromáticos platos de tallarines con verduras y cavanossi. Almorzamos bajo la lluvia. Las gotas resbalaban de la gorra al plato. Igual fue apoteósico. 

En Lares, a 3250 metros de altura, sólo había un teléfono, un puñado de casas, y jóvenes de mirada triste. Tal vez era el clima, no lo sé. Lo cierto es que tuvimos la suerte de acampar en los notables baños termales de Lares, esmeradamente limpios y con varias pozas a disposición. Son de lo mejor del Perú. El baño nocturno fue casi mágico.

El colosal Mantanay 

En nuestro cuarto día de caminata trepamos -rodeados de un bosque de eucaliptos sembrados por Ecoan- por un sendero inca hasta el pueblo de Huaca Huasi. Los comuneros estaban en plena faena de cosechar papas. Un grupo familiar nos invitó a comer “Lisasuchu”, un plato preparado con ollucos, papa machucada y huacatay. Sabroso, de verdad. Grandes hatos de llamas bajaban de las chacras a la carrera, en medio de una nube de polvo, y con la carga de papas a cuestas.

Al morir la tarde, superamos el abra de Puerto Huaca Huasi, y debajo de nosotros nos sorprendió una laguna de cuento de hadas. Se trataba de Aurraycocha. Bajé lentamente, muy lentamente, intuyendo que nunca más en mi vida iba a ver cosa parecida. En la ribera remoloneaban las huayatas. Después de bordear la laguna, asomaron los primeros queñuales -rojizos y robustos- del bosque de Mantanay, el más grande de la cordillera de Vilcanota, con una extensión de 80 hectáreas.

Dormimos casi al pie de la laguna de Yuraccocha. Una luna llena abrumadora iluminó nuestras pequeñas existencias. Las horas que precedieron al alba fueron frías y soñolientas. Cumplido el ritual del desayuno, admiramos el bosque de Mantanay y sus queñuales, cuyo diámetro engrosa un milímetro por año. 

De regreso al Valle Sagrado (a la comunidad de Yanahuara), en nuestro quinto día en las montañas, me enteré que el noruego Jon Fjedlsa, había estado en el Cusco –hace seis años- en un congreso internacional de ecología y conservación de bosques de Polylepis, aprovechó para ir al Abra Málaga a avistar pájaros my tuvo la suerte de observar nada menos que a un Cinclodes Real. Tomé ese dato como un signo. Un signo de que todavía hay esperanzas para nuestros bosques de queñuales. Y para que las comunidades campesinas puedan cosechar beneficios de los turistas que pasan por sus tierras. En verdad, ambas cosas están ligadas. Los comuneros pueden ser los que mejor conserven estos bosques, o los que puedan depredarlos si continúan excluidos.



Escrito por

Revista Rumbos

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